Saturday, February 14, 2009

Puzzle

Cuando yo era chica, mi abuelo me sentaba con el a armar rompecabezas gigantes, de 5.000 piezas. Pasaban meses y el viejo como obstinado en su maña seguía con su infinita tarea. Para mi era algo inaudito. Cosa de viejo ermitaño. Pero me gustaba ayudarlo. Hasta que me hastiaba tanta piecita mimetizada con la otra y me daban ganas de patear el tablero. Cosa de viejo huraño. Y cuando pasaba el tiempo y veía como iba creciendo el dibujo armado con tanta paciencia…me daban ganas de volver a ayudarlo, como incitada por el entusiasmo de que era posible verlo terminado. Y de pronto faltaba una pieza imposible. Se abra caído y la barrimos?. Habrá venido fallada la caja?. Y mi abuelo me hacia buscar empedernido por todos lados, debajo de la mesa, entre las piezas, fijate en el tacho de basura, pregúntale a la abuela cuando fue la ultima vez que barrio esta pieza. Le dije que acá no me barra pero, claro, ella nunca escucha. Nos angustiaba la idea de pensar que todo el arduo esfuerzo habría sido en vano, porque sin esa pieza, el cuadro quedaría por siempre incompleto. Y sin embargo, no desistía mi abuelo. Seguía armando el rompecabezas con las piezas que quedaban. Y al final siempre aparecía “la bendita”. Renegaba. Se alegraba cuando avanzaba sobre una parte difícil con éxito rotundo. Se ofuscaba cuando descubría que una intrusa pieza lo había engañado usurpando el lugar de otra, y aun más humillante, lo había hecho creer ilusamente que allí pertenecía durante algún tiempo. Y cuando ya quedaban las ultimas piecitas que vaticinaban el triunfo indefectible de mi abuelo sobre el titanezco armado del cuadro en 5.000 trocitos unificados gracias a su implacable paciencia o terquedad, se volvía indiferente, pasaba a su lado y no lo miraba, encontraba siempre otra cosa que hacer, y así daba la sensación de que lo hacia para hacerlo durar.

Como en una mezcla de nostalgia y desidia ante lo inminente, pasaba y metía una pieza, dos. Se iba. Al otro día otra y se distraía en otra cosa…Hasta que llegaba yo y en lo que calentaba la pava para el mate se lo terminaba y mi abuelo se enorgullecía de mi, aunque sabia que era el quien lo había terminado, y que yo solo lo había ayudado a dar el tiro de gracia que tanto le costaba dar porque era también asumir el cierre de un ciclo, de una larga etapa de tardes y noches entre rompecabezas y hombre, alimentándose mutuamente, compartiendo silenciosas horas de meditación y mágico descubrimiento de cómo se ve la imagen de la tapa-modelo sobre el verdadero. Ese pasar la mano y sentir los limites de cada pieza en su individualidad, convirtiendo un sentido más grande al de ellas mismas con el todo. Esos límites que unidos se vuelven más ricos y hermosos.

Mi abuelo se emocionaba tanto que empezaba a recordar la tarea mas difícil del comienzo, las distintas estrategias utilizadas para ir encarando el proceso en los diferentes momentos del armado, los altibajos y por fin la gloria de poder disfrutar su imagen entera en tamaño real, frente a sus narices y seguido la preocupación de donde poner semejante cuadro en una habitación que cada vez parecía mas reducida. Pero al final siempre encontrábamos un lugar especial donde ponerlo. Uno quedo en el garaje. Dos botecitos amarrados a un muelle como disfrutando del crepúsculo mediterráneo flotan en un mar sereno entre el tablero de herramientas y el interruptor. Un bar en algún barrio francés luce sus coloridos toldos y mesitas en la vereda donde la gente bien vestida se toma un café o un aperitivo con vista al lavarropas junto a donde cuelga la tabla de planchar. Los girasoles de Van Gogh se marchitan en el hall de entrada.

Y cuando parecía que no podía haber un lugar mas para otro cuadro, y que el furor de los rompecabezas había pasado, mi abuelo se aparecía con otro bajo el brazo. Al principio trataba de mantenerlo en la clandestinidad, hasta que se hacia inevitable y mi abuela se enteraba. Entonces se sucedían los reproches de que si seguimos así esto se va a convertir en un museo y vamos a terminar durmiendo en la vereda. Si otro rompecabezas entra en esta casa yo me voy. Un día los junto a todos y los hago fogata en medio de la calle. Pero después se le pasaba, y yo volvía a encontrar a mi abuelo ensimismado en su tarea de unir cada piecita con su correspondiente encastre y así llegar a consumar otra imagen, otro cuadro nacido del esfuerzo de la mente y la dedicación del espíritu comprometido en su meta por lograr su cometido. Y contra viento y marea mi abuelo avanzaba en su rompecabezas, pidiéndome que le cebara el mate mientras me explicaba que es así, piecita a piecita más o menos como se va construyendo la realidad en nuestro universo. Discurriendo sobre filosofía plebeya e historia de la humanidad aplicada al mundo cotidiano, mi abuelo y yo armamos la imagen de nuestro vínculo hasta cerrar aquel ciclo, el de nuestros momentos juntos, compartiendo rompecabezas entre mates y enseñanzas de vida. Y quizás sea esta la ultima piecita que yo encastre en esta cuadro, con él en mi recuerdo por siempre, y yo preparándome para salir a encarar los nuevos puzzles por venir.

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