Como en una mezcla de nostalgia y desidia ante lo inminente, pasaba y metía una pieza, dos. Se iba. Al otro día otra y se distraía en otra cosa…Hasta que llegaba yo y en lo que calentaba la pava para el mate se lo terminaba y mi abuelo se enorgullecía de mi, aunque sabia que era el quien lo había terminado, y que yo solo lo había ayudado a dar el tiro de gracia que tanto le costaba dar porque era también asumir el cierre de un ciclo, de una larga etapa de tardes y noches entre rompecabezas y hombre, alimentándose mutuamente, compartiendo silenciosas horas de meditación y mágico descubrimiento de cómo se ve la imagen de la tapa-modelo sobre el verdadero. Ese pasar la mano y sentir los limites de cada pieza en su individualidad, convirtiendo un sentido más grande al de ellas mismas con el todo. Esos límites que unidos se vuelven más ricos y hermosos.
Mi abuelo se emocionaba tanto que empezaba a recordar la tarea mas difícil del comienzo, las distintas estrategias utilizadas para ir encarando el proceso en los diferentes momentos del armado, los altibajos y por fin la gloria de poder disfrutar su imagen entera en tamaño real, frente a sus narices y seguido la preocupación de donde poner semejante cuadro en una habitación que cada vez parecía mas reducida. Pero al final siempre encontrábamos un lugar especial donde ponerlo. Uno quedo en el garaje. Dos botecitos amarrados a un muelle como disfrutando del crepúsculo mediterráneo flotan en un mar sereno entre el tablero de herramientas y el interruptor. Un bar en algún barrio francés luce sus coloridos toldos y mesitas en la vereda donde la gente bien vestida se toma un café o un aperitivo con vista al lavarropas junto a donde cuelga la tabla de planchar. Los girasoles de Van Gogh se marchitan en el hall de entrada.
Y cuando parecía que no podía haber un lugar mas para otro cuadro, y que el furor de los rompecabezas había pasado, mi abuelo se aparecía con otro bajo el brazo. Al principio trataba de mantenerlo en la clandestinidad, hasta que se hacia inevitable y mi abuela se enteraba. Entonces se sucedían los reproches de que si seguimos así esto se va a convertir en un museo y vamos a terminar durmiendo en la vereda. Si otro rompecabezas entra en esta casa yo me voy. Un día los junto a todos y los hago fogata en medio de la calle. Pero después se le pasaba, y yo volvía a encontrar a mi abuelo ensimismado en su tarea de unir cada piecita con su correspondiente encastre y así llegar a consumar otra imagen, otro cuadro nacido del esfuerzo de la mente y la dedicación del espíritu comprometido en su meta por lograr su cometido. Y contra viento y marea mi abuelo avanzaba en su rompecabezas, pidiéndome que le cebara el mate mientras me explicaba que es así, piecita a piecita más o menos como se va construyendo la realidad en nuestro universo. Discurriendo sobre filosofía plebeya e historia de la humanidad aplicada al mundo cotidiano, mi abuelo y yo armamos la imagen de nuestro vínculo hasta cerrar aquel ciclo, el de nuestros momentos juntos, compartiendo rompecabezas entre mates y enseñanzas de vida. Y quizás sea esta la ultima piecita que yo encastre en esta cuadro, con él en mi recuerdo por siempre, y yo preparándome para salir a encarar los nuevos puzzles por venir.
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